Afilador J. Andrés Serrano

Voces de otros tiempos

«Oficios como el de «latero», «afilaó» o «vendedor de garbanzos tostaos», conformaron un elenco de personas que ofrecían sus productos al vecindario con las escasas condiciones de salubridad que permitían aquellos tiempos

J. Andrés Serrano

Sábado, 6 de febrero 2021, 11:00

Removiendo las fotografías que todos guardamos en los cajones de la memoria, hoy han aparecido las de unos personajes, ya lejanos, que subsistieron dando vida a viejos oficios que el paso del tiempo ha ido borrando del catálogo de profesiones actuales. Todos ellos utilizaban un elemento en común: la voz, además de las habilidades necesarias para el desarrollo de cada tarea. Con pregones más o menos estudiados proclamaban a los cuatro vientos sus mercancías o servicios por las calles empedradas de un Fregenal que transitaba por los comienzos de la segunda mitad del siglo pasado, cuando las dentelladas dolorosas de la miseria todavía campaban a sus anchas como resultado de una larga dictadura.

Publicidad

Oficios como el de «latero», «afilaó», «vendedor de garbanzos tostaos», «heladero», «vendedor de la cal», «vendedor de peces», «vendedor de acinojos», «panadero», «vendedor de frutas y hortalizas» o de «avellanas, caramelos y pipas», conformaron un elenco de personas que ofrecían sus productos al vecindario con las escasas condiciones de salubridad que permitían aquellos tiempos, en la mayoría de los casos a lomos de caballerías que, llegado el momento, defecaban en medio de la calle mientras que el vendedor pesaba la mercancía en una balanza con dos platos que sostenía con una mano, en uno de los cuales colocaba el producto y en el otro las pesas de 1 kilogramo, ½ kilogramo y demás fracciones.

La banda sonora de los pregones de aquellos vendedores aún resuena en la memoria de muchos de nosotros, con su musicalidad serena y diáfana en unas calles silenciosas por donde discurría el devenir monótono de sus gentes.

«El latero» recorría las calles portando un hornillo de carbón donde calentaba las varillas de estaño que utilizaba para tapar las «piteras» de los viejos utensilios de cocina y otros enseres. «Señor Vicente, el Latero», que así le llamaban, tenía su particular reclamo: «el lateeeeero, se arreglan ollas, perolas y toda clase de cacharros de cociiiiina».

«El afilaó» no era de Fregenal y sus visitas eran esporádicas. Su acento delataba su origen gallego –al parecer lugar de procedencia de este viejo oficio-, siempre muy bien peinado y circunspecto. Empujaba trabajosamente por las calles una especie de carrito de madera en cuyo centro se instalaba una gran rueda que hacía girar pisando alternativamente con el pie derecho un pedal y así, en la parte de arriba, una piedra o muela cuidadosamente mojada, afilaba las herramientas de cocina y labranza. Siempre llevaba un mandil que, a la altura del pecho, era de cuero fuerte, para evitar que las chispas que desprendía la piedra al roce con el objeto que afilaba llegaran a quemar la ropa. Se le conocía por «Fariña» el afilador y, para avisar de su presencia, hacía sonar un instrumento aerófono llamado Chiflo, agregando después su mensaje: «el afilaooooooo…»

Publicidad

«El de los garbanzos tostaos». Por el verano, cuando los hombres del campo habían finalizado la recolección del cereal y almacenado en costales de tela los garbanzos, sustento omnipresente en la dieta de la posguerra, pasaba por las calles este peculiar vendedor. Era el hombre de los garbanzos «tostaos» (Santos, se llamaba el que yo conocí), y su trabajo consistía en vender o cambiar garbanzos. Se podían adquirir mediante el pago de unas pocas «perras gordas», o cambiar los «tostaos» por otros crudos, solo que en este cambio él salía ganando, pues daba menos cantidad que la que recibía del comprador. Llevaba los garbanzos en un canasto de mimbre y utilizaba una pequeña medida de madera, parecida al medio almud. Su mensaje decía: «tostaos, tostaos a cammmmbio cruooo».

«Los vendedores de peces». Al grito de ¡«Peeeeces, Peeeeeces!, dos hermanos pelirrojos y que siempre iban descalzos, conocidos con el sobrenombre de «Los Cometocino», vendían los peces que capturaban en los entonces limpios arroyos de la periferia del pueblo, y que transportaban en un viejo y derrengado jamelgo provisto de un serón donde introducían unos cubos de lata con agua para mantener fresca la mercancía.

Publicidad

«El hombre de la cal» es el único de aquellos oficios que aún en nuestros días se conserva, si bien su medio de transporte ha evolucionado desde la caballería que usaba antiguamente hasta un moderno Nissan Patrol. Como el de aquellos años, procede de la vecina localidad de Alconera, donde tradicionalmente se han explotado los hornos de cal. Su mercancía sigue anunciándonos la inminente llegada de la primavera y el verano, para lo que utiliza su potentísima voz con un interminable: «Cal blannnnnnnnca, vamos Marííííííía».

«El hombre de los helados». «El de los Jeringos», apodaban al señor Isidoro que, en las tardes de la canícula, enfundado en su chaqueta blanca para dar mayor pulcritud a su mercancía, nos sacaba de las tediosas siestas a los chiquillos del barrio al anuncio de: «Hay helaaaados», que transportaba en un carrito con aislamiento de corcho para guardar el frío.

Publicidad

«El hombre de la fruta». Éste se apellidaba Pinto, y con una caballería provista del correspondiente serón, recorría las calles para ofrecer fruta variada al grito de: «Hay peros, naranjas y pláááááátanos de Canarias».

Existieron también vendedores de caramelos, pipas, avellanas y otras golosinas. Uno de ellos, «Marrujo», sufría alguna alteración mental y caminaba con paso mecánico y lento, repitiendo a cada poco tiempo un gesto o tic para hacer sonar las monedas que llevaba en su bolsillo. Portaba su mercancía en una canasta de mimbre, colocada con una enfermiza obsesión por el orden. «Hay avellaaaaanas, carameeeelos y piiipas», era su cantinela.

Publicidad

Y como el elemento en común era la voz, no podemos olvidar al señor Francisco «El barrendero», que además ejercía como pregonero. Su particularidad era que no sabía leer, por lo que los bandos municipales los memorizaba a la perfección en pocos minutos, para vocearlos después con la conocida entradilla que decía: «De parte del señor Alcalde, se hace saberrr….»

Atrás quedaron esas voces, aquellos hombres y nombres, ya casi anónimos, sepultados por el paso inexorable del tiempo, que esta tarde gris de invierno han vuelto a aparecer por mis recuerdos casi como un ejercicio de etnografía local.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

PRIMER MES GRATIS. Accede a todo el contenido

Publicidad