Así es como yo debería de ser: una roca grosera y orgullosa, capaz de mostrarse completamente desnudo en mitad del gimnasio, tumbado boca arriba, con las manos bajo la nuca, como en trance, y una expresión de voluptuosa inocencia en el rostro
MIGUEL PÉREZ REVIRIEGO
Lunes, 9 de agosto 2021, 08:00
Nunca estuve del todo seguro de ser un verdadero adolescente. Demasiadas personas me habían saludado alguna vez como a un hombre tierno y respetable y a todos les parecía encantador con mis ojos tristes, mis manos gráciles, tan dulce que llegaba a resultar un poco empalagoso. Tenía miedo de que los mayores hubiesen decidido de repente que ya no era un muchacho. Por mucho que protestara nadie me haría caso ni se me permitiría disfrazarme de Pierrot el martes de carnaval ni chapotear en la bañera y que mamá me frotase la espalda como cuando era un niño ni quedarme mirando detenidamente la lamparita azul que brillaba sobre la mesa de la cocina como si la viese por primera vez.
Pero nada especial ocurrió hasta que un día al entrar en casa me sentí profundamente defraudado. Las cosas eran estúpidas, no existían de verdad. Nada de cuanto me rodeaba había cambiado y sin embargo me daba la impresión de que alguien me había condenado a sufrir el resto de mi vida esta especie de pequeña y ácida comezón a menudo desolada que emprendiera lo que emprendiese me hacía imaginar que era invisible, que debía olvidarme completamente de mi cuerpo y de mi rostro o que ensayaba muecas y sonrisas en el espejo del salón, lo que al cabo de un momento acababa por producirme un miedo espantoso.
En el mes de octubre un nuevo alumno escandalizó a todo el instituto con su vestimenta y sus modales. Llevaba unas locas chaquetas verdes y moradas, camisas rojas abiertas hasta el ombligo y unos pantalones tan estrechos que parecía imposible que pudiera ponérselos. Al cabo de unas semanas había seducido a todo el mundo. Fumaba cigarrillos de contrabando, nos leía las cartas que le escribían las que él llamaba mis mujeres, mientras yo me preguntaba no sin envidia cuál podía ser la certidumbre que le daba tan plena conciencia de sí mismo. Así es como yo debería de ser: una roca grosera y orgullosa, capaz de mostrarse completamente desnudo en mitad del gimnasio, tumbado boca arriba, con las manos bajo la nuca, como en trance, y una expresión de voluptuosa inocencia en el rostro. En resumen estaba satisfecho y miraba complacientemente la vida, nada más.
Pero era demasiado tarde para encontrar una respuesta: una mala costumbre se adquiere pronto. Lo que necesitaba era curarme de mis complejos, así que sin decir nada a mis padres decidí hacerme psicoanalizar por un especialista. Luego me echaría una novia y sería un hombre como todos los demás. De hecho no cabía esperar de un tratado de Filosofía que pudiera persuadirme de mi propia existencia. Lo que hacía falta era un acto, un acto verdaderamente desesperado que disipara las apariencias y mostrase a plena luz la nada del mundo. Una detonación, un joven cuerpo ensangrentado sobre la alfombra del comedor, unas cuantas frases garabateadas en una pequeña hoja de papel: «Continuar la tradición». «La tierra y los muertos». «Me mato porque no existo».
Palabras profunda y opacas mezcladas con el recuerdo de los amaneceres de Tabira, con los bosques, con la hierba junto al mar. Allí me levantaba, salía de puntillas para no despertar a mis padres. Bajaba por el paseo. Arriba en la loma, entre los olivos, había una vieja barraca. Era el punto de reunión. A partir de allí la panda estaba completa: siete chicos y nueve chicas entre quince y dieciocho años. Andábamos lentamente. De vez en cuando vigilaba a los otros. Pero sobre todo observaba a Silvia y en especial sus piernas esbeltas y bronceadas. Detrás había una hondonada. En el fondo piedras llanas y ardientes.
—Nos quedaremos aquí —dijo Antonio.
Era una señal. La muchacha se arrancó el pantalón tejano y la camisa y se quedó desnuda y dorada bajo el sol abrumador de las once. La contemplé de arriba abajo. Un cuerpo femenino con su propia vida, un paisaje abstracto. E inmediatamente una dicha indecible me atenazó la garganta y me hizo sentir deseos de llorar.
Desde entonces entré a menudo en el despacho de mi padre para contemplar con angustia el minúsculo revólver que guardaba en el cajón izquierdo de su mesa. Llegué incluso a morder el dorado cañón mientras mis dedos apretaban con fuerza la culata. Me sentía alegre porque pensaba que todos los verdaderos hombres habían conocido alguna vez la tentación del suicidio. Pero tenía que tomar una decisión. Los últimos días me resultarían muy penosos. Ciertamente la crisis era saludable pero exigía una tensión tan fuerte que temía llegar a romperme antes como un cristal.
Pero ahora ya sé lo que haré esta noche: me serviré una buena ración de whisky, gozaré sencillamente de la pureza del cuerpo de una muchacha que pasa bruñida por el sol y una vez más trataré de retrasar ese momento en el que ya no habrá posibilidad de dominar ninguna parte de mi ser. De todos modos es la única solución.
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