Miguel Pérez Reviriego
Lunes, 15 de marzo 2021, 19:45
Estaba verde otra vez la primavera. Uno acababa de empezar a escribir en el periódico, tenía poco más que veinte años (que son nada), así que difícilmente podía suponer que todo iba a terminar en el aterido andén de una dulce madrugada, tomando nota de cómo son sus ojos, de que viene del otro lado del viento exactamente y un eco azul y lejano de mugrientos vagones de tercera iba a ser en adelante su sola inspiración, su santo y seña.
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Era el setenta y seis, uno ya lo conocía de sus años por Badajoz, sabía ya que había nacido en Segura, aprendido impresionismo en Sigüenza, clasicismo en aquel Fregenal de antes de una guerra, que aun se acordaba de lo guapa que era Julia Albano, de Catón y de Hermoso. Uno acababa de empezar a sospecharse que nunca es triste la verdad, que lo que no tiene es remedio, así que ni corto ni perezoso, que es sin encomendarse a Dios ni a Santa María, que es con ese ardor marcial y esa estrenada locura que suelen dar para tanto (y a nada llegan), no se le ocurrió otra cosa que afirmar en el periódico que trasegaban por aquellos caminos de entonces muy pocos como Guillermo, que su pintura era cosa poco vista y aun menos tolerada, que no había pues por qué buscar hora a hora y sin perder un minuto el siempre relativo parecido de las obras de siempre, un cuadro solo era un cuadro y la vida era otra cosa, ya estaba bien de cielos carmesíes y zagalas «coloradotas» (el epíteto es de Alberti) mientras en Extremadura comenzaba a clarear y sin remedio, que era tener que «llover a cántaros» (el levantisco apremio provenía de Pablo Guerrero). Que qué más hubiera pretendido que dejar consignado a manera de crónica sentimental de un tiempo de silencio y roja confesión sobre fondo gris todo lo que sabía y ahora solo recuerda (o mejor todo lo que recuerda y solo supo) de aquel varón henchido y desbordante que ocupó no pocas tardes de su exilada existencia, que fue el inadvertido confidente de sus preocupaciones e inquietudes y eso que la parca vino a llevárselo pronto.
Estaba verde otra vez la primavera. Uno empezaba a temerse que iba a ser completamente inútil pedirle peras al olmo, rebuscar por los rincones perros verdes, mirlos blancos y otras agostadas yerbas, así que acaso fuese mejor dejarnos de versiones «silverianas» (esta vez el calificativo fue de Zoido, Antonio Zoido) y no volver a hablar más del asunto.
Será por eso que ahora que acaba de abrirse nuestro frexnense Museo de Arte Contemporáneo (MACF) le llena de íntimo orgullo (que es de mugrientos vagones de tercera, desmoronados andenes donde habita el recuerdo, íntimas satisfacciones) saber que están allí sus hombres y sus máquinas (y eso que aun hubo quien los considerara poco menos que abstractos merecedores de «aquel tirón de oreja», improvisado crítico a revueltas con lo «nada común» y «el espíritu») y hasta aquel anchuroso paisaje que se expuso a finales del sesenta y ocho en «una prestigiosa sala» de Copenhague y que representaba «un trozo de nuestro solar extremeño cruzado por los canales de esa maravilla técnica que es el Plan Badajoz»… (lo del ir tomando nota de cómo son sus ojos es de Mario Benedetti y ahora mismo. Lo de la galería y el trozo de solar eran sin duda dichos de la época. Lo del tirón de oreja aquel y lo nada común y el inasible espíritu de marras, lo de que viene del otro lado del viento sobre todo, comprensivo lector, se lo reserva).
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