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La Cruz de Román (Un historia de mochileros)

El contrabando de café en la frontera hispano-lusa nos ha dejado un reguero de vivencias personales.

JUAN ANDRÉS SERRANO

Miércoles, 20 de diciembre 2017, 07:53

Las líneas que trazan las fronteras entre países son como enormes serpientes que se deslizan vigilantes sobre los territorios, dispuestas a devorar con sus fauces a todo aquél que ose traspasarlas incumpliendo los debidos controles establecidos. Las fronteras fueron y son sinónimo de guerras y de hambre, de ambiciones y de insolidaridad.

En Fregenal tenemos historias de fronteras bien cerca, en el espacio geográfico y en el tiempo. El contrabando de café en la frontera hispano-lusa nos ha dejado un reguero de vivencias personales protagonizadas por aquellos desheredados de la sociedad, por una masa ingente de hombres y mujeres que fueron víctimas del golpe de estado que trajo consigo el estallido de la guerra civil española (1936-1939) y que tuvieron que subsistir con los recursos y los medios que encontraron a su alcance.

El país vecino era por aquellos años una potencia floreciente del café que le suministraban sus colonias, y España el mercado propicio por su cercanía, aunque con un férreo control aduanero que propiciaba el control de este comercio. No obstante, otros circuitos ilegales emergieron y dieron lugar al contrabando, al estraperlo, que por estas tierras nuestras era llevado a cabo por los mochileros, y que tuvo un tiempo de especial relevancia entre los años 1939 y 1975.

En Fregenal, este medio de vida o forma de subsistir tuvo sus adeptos, como defensa ante los miserables jornales que recibían los braceros y yunteros o las clases sociales más desfavorecidas por sus peonadas de sol a sol para los terratenientes de la época. Muchos fueron los que acariciaron este oficio durante décadas para acarrear un jornal digno a sus hogares, aunque ello llevara implícito un elevado riesgo, pues no olvidemos que a ambos lados de la raya se asentaban dos crueles y despiadadas dictaduras que añadían un plus extra a la ya extrema peligrosidad del negocio del mochileo.

La organización de los viajes al contrabando de café se realizaba de varias formas. La más extendida era la de crear una cuadrilla que capitaneaba un jefe, responsabilidad que recaía en la persona más experimentada, quien se hacía acompañar por un número indeterminado de hombres (generalmente entre seis y ocho) que iban a su cargo. Este jefe pagaba un jornal o una comisión a los porteadores y él se encargaba de colocar la mercancía en España y de pagarla en Portugal, por tanto, los riesgos de pérdidas o incautación de mochilas por los Carabineros, Guardia Civil o los Guardiñas portugueses eran asumidos por éste, quien, de salir bien el viaje, era el que más beneficios obtenía. En otras ocasiones, en torno a ese jefe, se agrupaba la cuadrilla y cada uno era responsable de su carga y consecuentemente de la venta y beneficios del café.

Por lo general, y en previsión a que hubiera que abandonar la mochila o que esta fuera decomisada por los vigilantes, los mochileros portaban sujeto al cuello un paquete de dos o más kilos de café al que llamaban el fiador en algunos lugares, o macuto por esta zona nuestra, que no abandonaban en caso de huída y que suponía el equivalente al valor de un jornal, con lo cual no se daba por perdido todo el viaje.

Las salidas se efectuaban una o dos veces por semana, y solían ser a mediodía, para entrar en Portugal al anochecer. Distanciados unos de otros, los mochileros cruzaban las calles hasta llegar al campo donde se reagrupaban para encaminar sus andares en dirección al poniente, allá por donde el sol se recoge cada atardecer. Los viejos lugareños de entonces decían de estos atardeceres que ya se llevan el sol los portugueses, en alusión a por donde se oculta el astro rey. La ruta más frecuentada se iniciaba en el paraje cercano a la Fuente de la Pitera, recorriendo una distancia de entre treinta y cinco y cuarenta kilómetros hasta llegar a Encinasola y después pasar a la localidad portuguesa de Barrancos. Una vez que llegaban al destino de la carga, se procedía a ella y se asentaban en lugares discretos, a la espera de que la oscuridad volviera a ser el aliado de estos hombres que ahora volvían con veinticinco o treinta kilos sobre sus espaldas, en ocasiones en noches cerradas y lluviosas y teniendo que vadear caudalosos arroyos, por lo que en época invernal y hasta que bajara el caudal, podían pasar dos o tres noches escondidos en algún pajar en medio del campo.

En alguna de las entrevistas que realizamos a determinados mochileros, nos apuntaron que, en los primeros años de la postguerra, al natural peligro de ser descubiertos por las guardias española y portuguesa, se añadía el que fueran confundidos con maquis, aquella resistencia antifranquista que durante algunos años actuó por la zona de Fregenal y poblaciones limítrofes (la banda del Cojo de la Porrada, por ejemplo). Estos mismos informantes indicaron que para una correcta identificación personal, portaban una autorización expedida por el alcalde de Fregenal para poder circular por la zona fronteriza, de lo que es fácil deducir una cierta permisibilidad oficial para la práctica del contrabando, probablemente consentida para atenuar las enormes carencias de la sociedad rural de la época.

¡¡AY MADRE¡¡

Hace algunos años quisimos seguir las huellas de aquellos mochileros para rememorar sus vivencias, sus historias personales, después de haber realizado varias entrevistas con hombres que expusieron sus vidas con el sólo afán de dignificar las de sus familias. La ruta que habitualmente utilizaban en sus desplazamientos hasta Portugal la seguimos hasta que los cerramientos alambrados de las fincas nos cortaron el paso, transitando por caminos y veredas que el tiempo se ha encargado de emboscar y casi hacer impracticables. Y fue ahí, en esa zona poblada de maleza, donde apareció la Cruz, de la que más tarde supimos que tenía un nombre y una causa.

Las pesquisas nos condujeron hasta el origen de aquél homenaje anclado en la tierra, en el mismo sitio donde Román Nogales Montero, de treinta y seis años exclamó: ¡¡Ay madre ¡¡, segundos antes de perder la vida abatido por los disparos a bocajarro de la Guardia Civil cuando volvía cargado de café desde el país vecino, la madrugada del 7 de Septiembre del año 1962. Poco tiempo después, sus compañeros del contrabando quisieron perpetuar su memoria clavando en el lugar una cruz de hierro, la que desde entonces se conoce por los más viejos como La Cruz de Román.

Sostienen, quienes merodeaban por el mundo del contrabando de entonces, que el origen de esta muerte estuvo en una disputa surgida en una partida de cartas en el bar La Mandanga, donde alguien prometió venganza contra su contrincante de juego, si bien el azar terminó confundiendo a la víctima.

Muchos fueron los que por aquellas décadas transitaron por caminos de miserias y desdichas, y muchas las historias y desventuras que el tiempo se encargó de enterrar para siempre a medida que sus protagonistas dejaron de existir. Valga esta breve reconstrucción como homenaje para todos ellos.

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