

MIGUEL PÉREZ REVIRIEGO
Martes, 16 de febrero 2021, 16:30
Ahora que mi J. Andrés Serrano anda a lo que se ve desentrañando (que es extrayendo del hondo pozo de los tantos años, la tornadiza memoria y el demasiado olvido) relegados oficios de tinieblas y lateros, aquellos vendedores de garbanzos, avellanas, caramelos, medios almudes de viva blanca cal o «afilaores» (que es decir encendiendo las sombras de un tiempo que nunca fue, que hoy se me escapa huidizo por entre las anchurosas grietas de aquella casa que no fue gris ni roja ni amarilla), iletrados avisadores de que se habían puesto al cobro rejas, balcones, «alcantarillaos», «becicletas» [sic] y otros sueños y adioses en desuso, acaso no estuviese de sobra volver la machadiana vista atrás (que es vivir por un momento como si nada hubiese sucedido) y ver (por mera o pura curiosidad) aquella «senda que nunca / se ha de volver a pisar».
Bien que hubiera querido dejar aquí consignado a manera de crónica sentimental de un tiempo de silencio y desnuda confesión sobre fondo gris todo lo que sé y solo recuerdo (o tendría que decir mejor todo lo que recuerdo y solo sé) de aquel Fregenal de entonces que desde que empecé a escribir he puesto expresamente en tantas de mis últimas palabras y tácitamente en todas.
De aquel Emerito que para mí que ya nació borracho, que creció ebrio y como a contrapelo, que incapaz de soportar una existencia demasiado triste para arrastrarla uno solo o un mundo ciegamente ajeno a sus más desvalidas criaturas, se nos murió una noche, quizá la más negra noche de hará ya sus casi cincuenta años, con olor a vino peleón, barro cocido y lóbrega tormenta. De aquel Emerito que cantaba flamenco como los propios y desgarradores ángeles, que nunca pisó una escuela ni besó otros suelos que los mugrientos de aquellas tascas de toda la vida y toda la ausencia, pestilentes, cochambrosas hasta las mismas trancas, en las que el vaso de vino valía una peseta de las de por aquellos entonces, la embriaguez era el estado usual de los cuatro clientes de siempre, hasta había un cuadro muy grande y muy oscuro de Alberto y ninguna estadística ni crónica conocidas decían nada de aquello.
De aquella «señá» Tomasa que llevaba el Abecé de puerta en puerta, que ella sí que tendría que haber escrito la historia lastrada de independencia de aquel pueblo de mi cuna y mi palabra, discretamente contada de cierta parte de uno de tantos de aquellos que a buen seguro más la padecieron. De aquella pobre mujer siempremente vestida de negro mendicante, a la que los mejores de cada casa donaban los pellejos sobrantes de pollos guisados las tardes de Nochebuena, no con tanta segura devoción como si de un reluciente objeto de bien bruñida plata se tratase, pero a buen seguro que de más lucrativos efectos para su huero y desvalido estómago que lo segundo.
De aquel Emerito y aquella «señá» Tomasa a los que la vida no trató del todo bien. Tal vez por eso esta mañana se me han vuelto a prender de la memoria, como se quedan prendidos de la muerte los lagos y las montañas y los sueños afincados más allá de la fe o la desesperación que en ellos, fuera de la historia, en irrefrenable senda hacia ninguna parte se acunaron.
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