Atestaban los baúles no pocos libros de mi siempre abuelo: novelas, lo que más, decenas de novelas amarillas, desvencijados ecos de un tiempo de trabajo y de silencio, de canciones para después de una guerra, de una vida hoy se me antoja tan sembrada de libros que aun su día se dijera escogió para acabarse
MIGUEL PÉREZ REVIRIEGO
Domingo, 12 de septiembre 2021, 08:00
Si a nadie que yo sepa se nos preguntó primero dónde, de quiénes, a qué tiempo nacer; si ni aun la propia oportunidad de tan decisivo acto nos fuese planteada (oh lúcida evidencia, postulado inicial que de tantos fantasmas me libraran), tuve la rara suerte de venir al mundo en un tiempo y un pueblo y una paterna familia donde los libros, el casi diario periódico, el más que mero interés por la pintura fueron ya desde la blanca atalaya de mis primeros años cara moneda, inconfesable seña de identidad, decisorio azar que andando el tiempo habría de volverse mi más exacta imagen, acaso la más fiel representación de un yo desconocido al que día a día lucho por desenterrar de entre un montón de libros y de sombras, irreductiblemente decidido a devolverme la sangre que una vez se me convirtiera en tinta; a recobrar como sea la encendida visión de unos colores que yo mismo sepulté bajo capas y capas de espesa, negra, sórdida pintura. Así que toca hablar de aquella casa azul donde una noche se me quedó la infancia, que más que la propia escuela significó a la hora de hacerme como me creo.
Atestaban los baúles no pocos libros de mi siempre abuelo: novelas, lo que más, decenas de novelas amarillas, desvencijados ecos de un tiempo de trabajo y de silencio, de canciones para después de una guerra, de una vida hoy se me antoja tan sembrada de libros que aun su día se dijera escogió para acabarse. Pocos títulos no obstante logro recordar de entre aquellas ringleras de páginas y páginas que tan decididamente orientaron mi niñez hacia un a modo de nirvana literario en que enjugar el llanto de un tiempo si hoy digo azul amargo, solo, negramente negro: La monja de Diderot, deduzco que prohibido por aquellos entonces, La gaviota de Fernán Caballero.
Dormitaba también por sobre el polvo un enorme volumen de biografías (creo que encuadernado en piel, no sé si verde) ricamente ilustrado sobre más que sobre los inacabables textos tantas horas se me fueron; que acaso nunca supe mientras me fue posible acariciarlos qué más, si la textura de sus duros pliegos, si la desvanecida color, si el lento discurrir de sus menudas letras, más que el propio contenido para mí secundario, como un hilo invisible me atraía irremediablemente a un ancho, bello, dilatado mundo de formas y colores tan distinto del de todos los días y toda la tristeza, la toda sinrazón de aquel instante.
Y la Biblia, la roja Reina-Valera, el verdinegro Nuevo Testamento parece que comprados en Huelva a alguno de aquellos novelescos colportores famélicos, de negro de arriba abajo, empecinados en devolver dícese a la pureza evangélica de los primeros días a un pueblo, nada menos que a todo un pueblo, incapaz de ceñirse a los siempre estrechos márgenes de una religión, la que sea, por muy universal, por muy fiel a su origen que se diga. A alguien como a mí, ganoso siempre de más dilatados caminos, más que interesado por aquello que Unamuno definiese como «no morirse del todo», no podía por menos que arrastrarle aquel libro sin notas, aquella subversiva o velada incitación al libre examen. Otro día, no aquel que hoy se me borra tras de la espesa niebla de los años, alguien me haría ver en carne y sangre quién domingo a domingo recita imperturbable, quién oh blanca efigie de la sola y más dura intolerancia guarda en profano cofre, por los siglos de los siglos y así sea, las notas doctrinales que otro perseguido exégeta no puso en aquel libro.
Tuve la rara suerte de venir al mundo en un tiempo y un pueblo y una paterna familia hilvanados de libros y letras, que es decir conocedores de más altos tejados, gozosos visionarios de más anchas veredas, esperanzados ojos, abiertas manos para los que el mundo no se acaba tras del vecino monte, la escueta plaza, el húmedo altozano, la calleja que nos vieron soñar una mañana y ya ni nos recuerdan. O tal vez todo no sea sino el íntimo fracaso del pequeño sistema en que viviera. Quizá, no sé. Pero hoy, como en aquellas tardes de lluvia y de deseo, si hubiese de salvar un solo párrafo, unas pocas palabras de mi perdida infancia volvería a mis ojos la viva imagen de aquella zagala «que enhiesta sobre un picacho de la falda de la montaña, a la vista del lago, estaba cantando con una voz más fresca que las aguas de este»; de aquella cabrera que parecía «como si hubiese estado ahí siempre, y como está, y cantando como está»; el rostro oscuro acaso de esa muchacha «parte con las rocas, las nubes, los árboles, las aguas, de la naturaleza y no de la historia»; la eterna voz dormida de un san Manuel Bueno y mártir camino de la vida y de la muerte, soñando de la nada hacia la nada.
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