Crónica de un viaje a la injusticia

Desde Algeciras, después de entrar la furgo en la barriga del Ferry, por fin, cercanas las tres de la tarde, llegamos a nuestro destino. Nos esperaba Paula, el alma de la asociación, una monja sin hábitos a la que habrá que ascender a la categoría de ángel. Repusimos fuerzas con un pisto de pescado cocinado por ella y, sin darle tregua al sueño y al cansancio, comenzamos a ver cómo la humilde casa se iba llenando de jóvenes de Costa de Marfil, Mali, Camerún, Senegal y otros lugares y, en pequeños habitáculos, los colaboradores de Paula comenzaban la faena, que no es otra que enseñarles a hablar y a escribir en español o instruirlos en informática.

Cuando terminaron las clases nos presentaron y departimos con ellos en francés gracias a los conocimientos lingüísticos de mama Paula, como la llaman los chicos. Nos contaron sus experiencias, desde que dejaron sus respectivos países hasta cómo finalmente fueron capaces de llegar a las puertas de Europa, unos entregados a las voluntades caprichosas del mar y otros saltando la asesina valla de las concertinas que en algunos dejó la huella imborrable del tributo pagado por su osadía. Otros quedaron en el camino para siempre, engullidos por un océano hambriento de jóvenes cargados de esperanza. Nos hablaron con dolor de sus familiares a los que no saben si volverán a ver.

A las seis y media de la mañana del siguiente día el insoportable calor nos sacó de la cama, y un poco más tarde, ya escondido el material en el vehículo de Paula para que la policía no lo requisara, iniciamos un lento paso por las aduanas española y marroquí hasta lograr pasar sin incidencias. Nos dirigíamos ahora al bosque, como allí llaman a una masa forestal de monte bajo y abigarrado donde se esconden más de mil personas esperando el momento de poder pasar a Europa, al paraíso, a la tierra prometida.

Al cabo de unos pocos kilómetros comenzaron a aparecer pequeños grupos de jóvenes, algunos con trece, catorce y quince años. Paula los saludaba en francés y preguntaba por sus vidas y procedencias, al tiempo que Vicente, Luisi, Pilar, Alejandra, Andrea y yo les entregábamos bolsas de comida, ropa y medicamentos. Algunos estaban descalzos, otros con solo unos calcetines y los que tenían zapatos o no eran de su número o estaban destrozados. No tenían nada más, nada más componía su equipaje de viaje a un paraíso incierto.

Algunos llevan dos años viviendo a la intemperie, en el bosque, otros ocho meses, cuatro, esperando el momento para saltar la valla o lanzarse al mar en una patera que no saben si aguantará el peso de una tripulación desesperada. Pero la meta es llegar, no contemplan la posibilidad de volver a sus países de origen; o llegar, o morir. Así, no hay otra alternativa.

Se nos acabaron las bolsas y, antes de volvernos, a los últimos que aparecían agotados y doloridos, les dejamos el poco dinero que llevábamos, y con nosotros viajaron de regreso las muestras de agradecimiento que emanaban sus rostros ajados por la infamia de un mundo injusto.

Dos intensos días duró la visita que Paula nos ofreció por el parque temático de las injusticias, del dolor y del hambre. Dos días que será difícil olvidar y que, seguro, harán que nuestro compromiso se renueve con más fuerza.

Tenemos que volver.